Blake y Mortimer en el Berlín de la Stasi
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Es una lástima que, en la contraportada de Ocho horas en Berlín, la vigésimo novena aventura de Blake y Mortimer -cuya traducción española llegó a las librerías el pasado mes de mayo- se ascienda a coronel al capitán Francis Blake. Sucede, además, que la cronología de este nuevo álbum de los amigos de Park Lane -fechado en 1963- es algo posterior a la habitual de la serie -entre los años 40 y 50-, contemporánea, casi siempre, a la publicación de cada nuevo título. Sólo El caso del collar (1965) -una de las entregas más atentas a la realidad, al estar basada, en efecto, en un asunto concerniente a una célebre alhaja que Duranton, el joyero, creó para María Antonieta- está fechada en los años 60. Con todo, El caso del collar es uno de los títulos menos recordados y reeditados de la colección.
Ciertamente, el pie de imprenta original de La trampa diabólica data de 1960. Pero al ser la celada aludida en el título una máquina en el tiempo, la cronología de sus páginas va desde ciento cincuenta millones de años atrás, cuando los elasmosaurus, los plateosaurus, los tiranosaurios y los pteranodones dominaban La Tierra, hasta esa pastoral poscatástrofe atómica del siglo LI, mucho tiempo después de que las civilizaciones se destruyesen en un holocausto nuclear y bacteriológico. Más próximo, se me hace ahora, a ese universo subterráneo y venidero que Terry Gilliam nos presenta en 12 monos (1995).
Por lo que a mí respecta, el nuevo rango de Blake -leído la primera vez que hojeé el álbum, antes de adquirirlo- me desconcertó. Consideré que el capitán, con el curso del tiempo, había sido ascendido a coronel y recordé su envejecimiento en El último faraón. Entonces, ante el falso nombramiento, no reparé en esa otra excepción a la cronología habitual: el díptico de Las tres fórmulas del profesor Sato. Tanto su primer álbum -Mortimer en Tokio, 1970-, como el segundo -Mortimer contra Mortimer, 1990-, dibujado por el siempre aplicado Bob de Moor, son aventuras ambientadas en los años 70.
Es una pena, pero cumple hacer notar que, el nuevo empleo de Blake obedece a un craso error de quien haya redactado ese texto o, acaso, de su traductor al español. Está claro que, quien haya sido, ha confundido el grado del capitán del MI5 -que aquí, en efecto, según leemos en uno de los bocadillos de la antepenúltima viñeta de la pág. 14, ha sido trasladado por el “Home Office” al MI6- con el de Olrik, el eterno enemigo de Blake y Mortimer, uno de los grandes villanos de la bande dessinée. Claro que sí. Ya desde la primera aventura -los tres álbumes de El secreto del espadón (1947-1953)- siempre ha sido coronel. Adscrito a distintos ejércitos, desde la fabulosa hueste de Basam-Damdu, improbable emperador de un Tíbet tan beligerante que recuerda al Japón de la Segunda Guerra Mundial, como a la Wehrmacht de la Alemania nazi. En Ocho horas en Berlín, Olrik trabaja para los soviéticos. Su lealtad es cambiante, siempre dependiendo de quienes sean los antagonistas de los héroes. Pero, sea cual sea la tropa, Olrik siempre es coronel.
Ocho horas en Berlín es obra de auténticos fanáticos de los amigos del Centaur Club -José-Lois Bocquet (guión), Jean-Luc Fromental (dibujo)- según se desprende de sus respectivas dedicatorias. Así pues, no faltan los guiños a los personajes anteriores de la serie. El trabajo de José-Lois Bocquet ya me era conocido por Kiki de Montparnasse (2007). Publicada en España por la efímera ediciones Sins entido, fue una de las primeras novelas gráficas que se vendieron como tales y constituyó un verdadero éxito de lo que entonces se publicitó como un nuevo género. Recuerdo su lectura con sumo agrado.
Aquí, Bocquet me ha sorprendido cuando, tras confesar en la dedicatoria que fue su padre quien le inició en la lectura de las aventuras de Blake y Mortimer con La marca amarilla (1953), en la tercera viñeta de la página seis, recién llegado el capitán al piso que comparte con el profesor en Park Lane, Mrs. Benson haya sido sustituida por un mayordomo que responde al nombre de Barrett. De modo que ha sido un alivio que, aunque no hayamos de verla en Ocho horas en Berlín, al menos sí tengamos noticia de la señora Benson. Ya en la sexta viñeta de la página siete, Blake felicita a la antigua ama de llaves por la excelencia del pudín de pasas de Corinto que ha preparado para ellos. No se la ve. Pero sí se sabe de ella.
Y, ya andando en la lectura, aplaudo sin fisuras el regreso del comisario Pradier, el encargado de investigar el robo de la joya en El caso del collar. Ya le queda menos de aquel parecido a Jean Gabin que le atribuyen algunos comentaristas. Pero su recuerdo en S.O.S. Meteoros (1959) permanece incólume. Blake también le recuerda cuando vuelve a coincidir con Pradier a orillas de lago suizo donde, los responsables de la seguridad de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, van a celebrar la reunión para disponer lo concerniente a la seguridad de Kennedy durante la visita a Berlín que se dispone a hacer. Hoy ya histórica.
Nos reencontramos con Pradier en la antepenúltima viñeta de esa página catorce que da tanto de sí. El otrora comisario, ahora es miembro de la SDECE -la inteligencia francesa hasta 1982- y, junto a su colega alemán, recibe a Blake al borde del lago suizo donde se va a preparar todo lo relativo a la seguridad del presidente estadounidense. Será a bordo de una “vieja bañera”, el Vevey, que navegará en círculos para mayor despiste de los operadores de radio.
El grueso de esta aventura, a fe mía una de las más interesantes de las últimas, tendrá lugar en el Berlín de la Stasi, ese Berlín que fue un nido de espías legendario. Al menos en lo que a inspiración literaria se refiere. Hay momentos, como ese fragmento de las páginas 4 y 5 en que los vopos de la zona oriental hieren mortalmente a Werner -un agente de Occidente- cuando intenta pasarse al otro lado del muro, que parecen sacados de El espía que surgió del frío (1963), la célebre novela de John le Carré o, para ser más precisos, de la espléndida adaptación fílmica de aquella ficción estrenada por Martin Ritt en el 65.
Hasta que Blake y Mortimer se reúnen de nuevo, aquí también se vuelve a ese recurso tan frecuente en la serie. Merced al cual, la historia avanza en dos direcciones: por un lado, la trama que nos descubre la peripecia del capitán; por el otro, la que se nos refiere mediante la del profesor. En Ocho horas en Berlín, el avatar de Mortimer le lleva a los Urales, a la Rusia soviética. Una vez allí, a una antigua clínica psiquiátrica. Durante el estalinismo, en aquel centro se enmendaba a los desafectos al orden establecido. Atrapado por los nuevos inquilinos de tan deplorables instalaciones, Mortimer vuelve a encontrarse en sus dependencias con Juluis Kranz, un mad doctor canónico. Convertido el antiguo frenopático en un laboratorio clandestino, en sus instalaciones, Kranz trabaja en secreto “lo intangible, la esencia volátil de la consciencia humana” (pág. 25, viñetas cuatro y cinco). “El hipocampo es el caballo de Troya que nos permitirá retomar el control de un mundo demasiado inmaduro para dejarlo valerse por sí mismo”.
El delirante nuevo mundo soviético, que Kranz y Olrik -también metido en el ajo- maquinan, ha de dar comienzo con el asesinato de Kennedy durante su visita a Berlín. Una vez eliminado, los enemigos del mundo entero le sustituirán por uno de sus peleles. En efecto, en sus instalaciones clandestinas, también le cambian la cara a los infelices que caen en sus redes. Cuando se descubren las dos líneas del argumento, el conjunto de la historia es relativamente previsible. Pero eso no le resta interés. Insisto, particularmente, Ocho horas en Berlín es la entrega que más me ha gustado desde La onda Septimus (2013).
A destacar también el montaje en paralelo al tratamiento, al que Kranz somete a Mortimer. Es exactamente igual al de Alex (Malcolm McDowell) en La naranja mecánica (1971), la polémica adaptación de Stanley Kubrick de la novela de Anthony Burgess de 1962. El procedimiento para mantenerle los ojos abiertos al profesor, mientras asiste a la proyección de una cinta con imágenes de diversas crueldades, es un calco del mostrado por el cineasta respecto a Alex. La única diferencia es que a Mortimer se le muestra el famoso plano de Janet Leigh en la secuencia de la ducha de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960).
Huelga decir que nuestros amigos salvarán a John Fitzgerald Kennedy. Y, también huelga decir, que no podrán hacer nada el 22 de noviembre de 1963, cinco meses después de la aventura berlinesa, cuando JFK sea asesinado en Dallas. Esa noche, Blake y Mortimer escucharán la noticia en la sala de fumadores del Centaur Club.
Publicado el 1 de septiembre de 2023 a las 12:30.